Las generaciones silenciosas

La historia es injusta con cierta frecuencia. Lo es porque se queda con las grandes tendencias, pero tiende a olvidar buena parte de los pequeños cambios que son la base necesaria para las grandes revoluciones y a las personas que crean el caldo de cultivo para que las transformaciones se pongan en marcha.

La historia de la gastronomía no es una excepción. Y en el caso de la cocina española ha ido dejando en un segundo plano algunos nombres esenciales para entender su evolución.

Puede ser injusto, pero no carece de lógica. Lo que ocurrió en las cocinas españolas a partir de finales de los años 80 y hasta el cambio de siglo fue tan potente que era inevitable que hiciese sombra a nombres que crearon las condiciones para que todo aquello ocurriese. Los Adrià, los Roca, los Santamaría, Berasategui, Arola, Adúriz, Ruscalleda o Puigdevall supusieron un antes y un después, dos generaciones que dieron la vuelta a la tortilla gastronómica española cambiando las normas del juego para siempre.

Antes de ellos, sin embargo, como antes de la Nueva Cocina Vasca -el otro momento de cambio radical de nuestra historia gastronómica reciente- hubo otros. Otros nombres, otros proyectos, que se adelantaron a su tiempo en muchos aspectos, que crearon las condiciones y las clientelas; que demostraron que otra cocina era posible y que, sin embargo, no siempre son tan populares.

Nombres como los de Josep Mercader o Ramón Cabau, en el caso de la cocina catalana; como los de José Juan Castillo, Genaro Pildain o Tatus Fombellida, si hablamos de la Nueva Cocina Vasca. Pioneros como José González Solla y Amelia González, padres del cocinero Pepe Solla y fundadores, en 1961, del restaurante familiar, uno de los introductores de una modernidad incipiente en la cocina gallega.

Nombres como el de José García Marín, que en 1971 abrió El Caballo Rojo, sin el que no es posible entender la cocina cordobesa contemporánea; Ramón Ramírez, artífice junto a Carmen Guasp del madrileño Bogui (1975) y poco después del mítico El Amparo (1979). Sagas como la de los Oyarbide, fundadores de los restaurantes Príncipe de Viana y de Zalacaín, primer tres estrellas de España de la mano del cocinero Benjamín Urdiain; Marisa Sánchez Félix Paniego en Ezcaray.

María Rodríguez, primera mujer galardonada con una estrella Michelin en Galicia, para el restaurante El Mosquito, cuya fundadora, Carmen Roel obtuvo el Premio Nacional de Gastronomía en 1977, en un tiempo en el que las mujeres con nombre y apellido eran una excepción en la cocina española. Aquel año fueron reconocidos también Casa Solla y un restaurante, Chocolate, con el que Manuel Cores “Chocolate” puso a las Rías de Arousa en el mapa gastronómico.

Toya Roqué y su restaurante Azulete (Barcelona, 1980), Loles Salvador y la primera estrella valenciana, para su Ma Cuina (1981); Arturo Pardos y Stéphane Guérin con su Gastroteca (1985), Raimundo González y el murciano El Rincón de Pepe, Victor Merino o Enrique Galarreta en Cantabria; Ramón Cabau, Jaume Subirós, Jean-Louis Neichel, Jean Luc Figueras, Jean Paul Vinay, Paul Schiff, Joachim Koerper desde Moraira, antes de trasladarse a Lisboa…

Sin ellos nada sería como es. No habría habido un primer acercamiento a las cocinas contemporáneas que empezaban a fraguarse en Europa; no habrían existido los fogones en los que muchos de los que llegaron después se formaron como cocineros y como comensales.

Sin esas generaciones más silenciosas -silenciosas, quizás, contra su voluntad. El contexto y la atención mediática eran, entonces, otros- no habría habido revolución culinaria. Es justo reconocer a los menos mediáticos, pero también a aquellos que pueden ser más populares, pero a los que tal vez no se les da la importancia real que tienen.

Gente como el asturiano Pedro Morán, sin el que es imposible entender los últimos 40 años de cocina asturiana. Sin él, sin su empeño por actualizar el recetario de su casa madre, sin la crema de andaricas, sin la merluza con vinagreta de manzana, tomate y calabacín, sin su revisión de la fabada, sin las generaciones de cocineros que han pasado por sus cocinas no existiría la cocina asturiana contemporánea tal como la conocemos hoy.

La revolución bulliniana no puede entenderse sin ese contexto efervescente de la cocina catalana de los 70 y, sobre todo, de los 80 y primeros 90; la Nueva Cocina Vasca no tiene sentido si se queda en los tres o cuatro nombres -esenciales, es cierto- que repetimos obviando que fue un fenómeno grupal amplio y transversal. El movimiento NUCA, la Nueva Cocina Asturiana que agrupó a Nacho Manzano, Jose Antonio Campoviejo, Pedro Martino y algunos otros no habría existido sin el mencionado Pedro Morán, como la eclosión culinaria gallega de los Pepe Solla, Marcelo Tejedor o Xosé Cannas no habría podido darse sin la labor previa de Toñi Vicente, Manicha Bermúdez, Ana Gago, José Antonio “Chef” Rivera o el lucense Alberto García…

Corro el peligro de que este texto parezca un simple listado de nombres, pero creo que es necesario enumerar, aun dejándose a muchos, para dar cuenta del legado inmenso que poseemos. En muchos casos estamos aún a tiempo de rendir homenajes, pero sobre todo estamos a tiempo de entrevistar, de recopilar, de documentar, si no siempre a los protagonistas -lamentablemente el tiempo pasa y personajes como Cabau, como Loles Salvador o como Josep Mercader ya no están entre nosotros- si a sus herederos, a los que continuaron su labor, a los que trabajaron a su lado.

Es algo que les debemos y que nos debemos a nosotros mismos. Tenemos la responsabilidad de no dejar que ese legado desaparezca, porque es la pieza esencial para entender de dónde viene nuestra cocina contemporánea y porque, sin ellos, sin todos esos nombres, sin esas generaciones silenciosas de hombres y mujeres, es imposible entender dónde estamos y hacia dónde nos dirigimos.

Artículo de Jorge Guitian para La Vanguardia