Han pasado ya 10 años desde que cerró elBulli un 30 de julio de 2011, pero pareciera que sigue abierto. No solo por el recuerdo, también por un legado que ha multiplicado su presencia y su huella por todo el mundo. Y además porque su creador, Ferran Adrià, dice aún no ser consciente ni entender bien lo que allí sucedió. A descifrarlo se ha dedicado esta década, a través de la creación de diferentes proyectos de innovación, divulgación y conocimiento, como sus más de 20 enciclopedias hasta la fecha. Continúa mental y activamente ahí dentro a través de elBulli Foundation, inmerso aún en la cápsula que revolucionó la cocina mundial mientras estuvo abierta y que Adrià mantiene viva con el espíritu rompedor de aquella aventura.
“¿Nostalgia? Ninguna”, dice. Y si volviera abrir… “Haría lo mismo”, comenta. Pero luego no tiene el más mínimo inconveniente en asegurar: “Aunque no sé muy bien todavía que fue aquello, en qué consistía”. Para empezar, en la ruptura de un corsé y una hegemonía: la que mantuvo históricamente Francia en el primer lugar de la referencia gastronómica universal hasta que un chaval de L’ Hospitalet de Llobregat, que comenzó de friegaplatos en un hotel de Castelldefels y se hizo un buen nombre haciendo paellas, destrozó aquel solemne orden mundial con un restaurante de camping en cala Montjoi (Girona) al que se accedía por una carretera repleta de baches y donde se reivindicaba comer con los dedos.
Aquella última cena que dio 10 años atrás la confeccionó, codo a codo con su maestro, Juanmari Arzak, junto a su hermano Albert y algunos de los que habían pasado por su cocina y tenían ya estrellas a puñados, caso de Massimo Bottura, René Redzepi, los Roca o Andoni Luis Aduriz… A los 50 invitados les sirvieron como aperitivo una versión de su Martini seco, consistente en una burbuja de aceituna reconstituida que, colocada sobre la lengua, uno sentía cómo se vaporizaba la ginebra y el vermut. Luego, por las mesas discurrieron medio centenar de platos como raviolis al pistacho, croquetas líquidas de pollo, pétalos de rosa al jamón adobados al zumo de melón…
Cesó el fuego y el cocinero ya legendario que había sido elegido el mejor del mundo diez temporadas seguidas colgó la chaqueta de chef, pero no su ímpetu. La cabeza de Ferran Adrià ha seguido a mil revoluciones por minuto, ocupada, estimulada, inquieta: “Ahora tengo otro rol, en vez de crear platos, ayudo a crear creadores”, asegura. Si cerró fue porque llegó a convencerse de que en el campo de la cocina habían alcanzado todos los límites posibles. “No podíamos ir más allá”, comenta. Aún andan digiriendo sus hallazgos y los de los 2.500 cocineros que pasaron por ahí, con él al mando, desde que lo fichara Juli Soler en 1984.
Su estela queda en las esferificaciones, las espumas, el nitrógeno, los menús largos o comer algunos platos sin cubiertos cuando en un restaurante de alta cocina aquello era impensable, puro tabú… “Bien, de todas esas cosas me siento orgulloso, son técnicas que hoy todo el mundo puede reconocer en varios restaurantes o ver en MasterChef y que salieron de nuestros experimentos en elBulli”, dice Adrià. Pero, para él, lo más importante fueron otras cosas: “Primero, la libertad como regla inquebrantable, como ideario, además de retar a chavales de distintos orígenes a que exploraran sus propias fronteras y dieran la vuelta a lo que conocían. También el hecho de abrir nuevos puentes y nuevos diálogos desde la gastronomía con otras disciplinas”.
Adrià las enumera. Las que se forjaron entonces y las que cree que deben emprenderse de aquí en adelante: “Fuimos pioneros en un diálogo Occidente-Oriente, con Japón, con la ciencia, el diseño y el arte”. De este último destaca su participación en la Documenta de Kassel (Alemania), la primera vez que se abría un espacio para un cocinero en un acontecimiento del mundo de la pintura, la escultura o lo conceptual. “De aquella experiencia saqué una conclusión importante. Yo tengo claro que los cocineros somos creativos y no artistas. Pero eso no significa que como creativo no pueda establecer un intercambio apasionante con un artista y ver hacia dónde somos capaces de llegar juntos”.
A la Universidad de Harvard, por ejemplo, como ha sido su caso, con un curso que mantiene en la actualidad desde que fuera invitado a impartirlo en 2010. O a contar ya a sus espaldas con cuatro honoris causa concedidos por las universidades de Aberdeen (Escocia), Barcelona, Valencia y Montreal (Canadá).
O a acumular en decenas de bullipedias saberes que categorizan el mundo a través de la cocina, junto a otras disciplinas. Pandemia mediante, Adrià se lanza a nuevos retos. Una manera de hacer antigua en el campo de la restauración debe ser replanteada. “No es normal que el 50% de los restaurantes que abren cierren a los cinco años”, afirma. “Debemos reforzar la idea de que, junto a lo creativo, el producto y la técnica, hay que aprender de números. Porque esto es un negocio”, recalca.
Son deberes aún por perfeccionar fuera de los fogones. “Lo que he aprendido en estos años no lo cambio por nada”, asegura. “Cuando cerramos, mis compañeros, socios y yo, creíamos que en dos años entenderíamos lo que habíamos hecho en elBulli. Llevamos diez y aún seguimos descifrándolo”, comenta. Así que la tarea continua y comprende muchos ámbitos. “Desde por qué una pyme se convirtió en referencia en las escuelas de negocio a cómo Juli Soler cambió para siempre el rol de jefe de sala”.
Varias respuestas las ha obtenido el público en diversas exposiciones que han versado sobre aquella experiencia y seguirá obteniéndolas en el documental que en septiembre estrenará Movistar+, Las huellas de elBulli. O más allá, en 2023, cuando vuelva a reabrirse el espacio de cala Montjoi y se muestre allí todo el acervo reunido en esta última década de exploración, interrogantes y evolución hacia el conocimiento que Adrià emprendió un día desde sus cocinas y lo llevó a configurar otro paradigma en la gastronomía, en la ciencia y en la creación.
Artículo escrito por Jesús Ruiz Mantilla para El País