Entrevista a Pedro Sánchez, Restaurante Bagá de Jaén

Noche de martes, marzo. Ocho comensales llenan el lugar de peregrinación gastronómica junto a la Catedral de Jaén que es Bagá. En la barra, una pareja que descubrió el restaurante en sus inicios y regresa cada tanto. En las tres mesas, la periodista y su acompañante, dos cocineros que han cruzado el mapa de España para probar la cocina de Pedro Sánchez y reclaman al chef una charla de sobremesa, y una joven pareja local de menos de 30 años que disfruta su experiencia con cerveza, susurros y sonrisas. Afirma Sánchez que este último perfil representa un porcentaje importante de la clientela de Bagá, y lo dice con satisfacción, pero es fácil suponer que también los demás somos una constante en el libro de reservas.

En seis años de vida, Bagá ha logrado poner la más pequeña de las capitales andaluzas en el mapa de la gran cocina. Una estrella Michelin, dos soles Repsol, menciones en diversas listas y guías. Entre lo último, la designación de Pedro Sánchez como candidato a los Best Chefs Awards apenas dos meses después de ser uno de los cabezas de cartel en Madrid Fusión  2023. Sánchez, afable, apacible y reflexivo, acoge los laureles con ilusión y reserva, emociones que un maestro de las combinaciones extremas de ingredientes es capaz de armonizar con solvencia.

En el local de 40 metros cuadrados con cocina incorporada a la sala, la magia se camufla en lo cotidiano. María Paz Cano, Mapy, mujer y pilar fundamental en la trayectoria de Sánchez, gestiona la sala con humanidad y discreción junto a Francisco Javier Fernández, quien, además de ser un solvente sumiller, tiene la capacidad de metamorfosearse con la pared cuando no se le requiere.

De la cocina de Bagá, ejecutada por tres personas, se pueden decir muchas cosas, pero la más importante es que salta olímpicamente sobre expectativas y prejuicios con la rara capacidad de Pedro Sánchez de ofrecer una mirada extraordinaria sobre lo ordinario. Una pera, un champiñón, un huevo pasado por agua, una quisquilla, se manifiestan aquí como si hasta entonces no hubiéramos comido más que su sombra. Detrás hay mucha inteligencia. “El pensamiento es el ingrediente que menos se valora en la gastronomía”, afirma Sánchez, hablando en un tono calmo y que parece sonreír todo el tiempo.

Lo afirma también en el libro Bagá. Pedro Sánchez, el equilibrio del sabor (Montagud, 2021), un manifiesto sobre la esencia y el sentido de la cocina y la creatividad, emboscado en una serie de comentarios sobre platos de su carrera. Sin embargo, hay una constante en el libro y en toda su trayectoria. Pedro Sánchez habla poco sobre sí mismo.

¿Quién es usted? ¿De dónde sale su cocina?

“Salgo de la Escuela de Hostelería La Laguna de Baeza, en su primera promoción, año 1998. En mi familia no hay cocineros ni ha habido el más mínimo contacto con la hostelería. Mi abuela era una gran cocinera, como la de muchos otros. Yo acababa el bachillerato y no sabía qué carrera estudiar, si tirar para letras o para ciencias, y decidí apuntarme en la escuela de hostelería y descubrir qué podía ser la cocina. Ahí empezó todo. Fui a Francia a hacer prácticas, estuve un año con Martín Berasategui en su restaurante de Lasarte, trabajé con Dani García en Tragabuches, y luego vine aquí a Jaén a un restaurante, Casa Antonio. Mi cocina es el resultado de muchas cosas. Del hecho de que todos vamos madurando, y de que quizás técnicamente sea un cocinero un poco limitado, pero me gusta pensar y pienso mucho lo que hago”.

¿Qué fue primero, Bagá o su manera de pensar la cocina?

 

“Primero fue Bagá, porque me puso frente a una necesidad real e imperiosa. Tenía miedo a ser empresario, no quería fracasar y que eso costara la vida y no tenía red. A mí todavía me sigue dando impresión cuando voy a Madrid y entro en esos súper restaurantes. Los veo inalcanzables. Un simple horno cuesta muchísimo dinero; noventa mil, ciento veinte mil euros. Me habían vendido la imagen del gran restaurante como condición sine qua non. O tenías algo así para poder desarrollarte, o no había nada que hacer. Para mí aquello era inalcanzable, pero podía hacer un proyecto pequeño sin una gran financiación y sin tener que buscar socios. La cocina que yo quería desarrollar no implicaba muchos gastos”.

Ha usado la limitación de espacio, de presupuesto, de visibilidad, para desarrollar un discurso y una voz propia.

“Porque al final te vas adaptando al medio y a todos los medios que tienes. Hacer una cocina diferente, cargada de personalidad, en un espacio tan pequeño y con tantas limitaciones, tiene su qué, pero eso te hace madurar. Y también es importante la paciencia”.

Paciencia. ¿Otro ingrediente poco valorado?

“Se olvida su importancia porque ha habido un cambio muy grande. Cuando yo tenía dieciocho años y la necesidad de aprender, no había teléfonos móviles, ni Internet, ni tantos libros como ahora. Toda la información tenías que ir a buscarla tú. Tenías que empezar fregando platos, ganarte tu espacio en una cocina en un sitio totalmente desconocido para ti, con gente extraña… Ahora las nuevas generaciones no necesitan hacer ese camino. Todo es más inmediato”.

¿Eso alimenta creencia de que el éxito también llega de inmediato?

“La cuestión es que para aprender algo no necesitas hacer el camino que yo hice, pero sí es necesario por otros motivos. El camino nos humaniza. Creo que viajar, empezar desde cero y trabajar desde abajo, nos hace mejores personas”.

¿Por qué volvió a Jaén?

“Porque soy muy de aquí. Es una ciudad que me encanta, que siempre me ha tratado bien y donde tengo a mi familia y mis amigos. Yo no puedo estar sin mi familia y mis amigos”.

Empiezan usted y su mujer, Mapy, en un localito de 40 metros cuadrados entre cocina y sala.

“Y sin saber qué hacer (risas). El primer día no sabía si poner un menú degustación, si tener una cartita pequeña… Todo fue evolucionando por necesidades y basándome en lo que era la realidad. No me había hecho ninguna película en mi cabeza. Bagá no nació buscando una estrella Michelin; ni siquiera pensando que pudiera llegar a tenerla. No hubiera apostado por esto, porque Bagá es todo lo contrario a un modelo de estrella Michelin”.

En el libro que ha hecho con Montagud, al hablar de la naranja deshidratada con botarga que abre su menú degustación, dice: “hay que estudiar el plato en todos los contextos, conocer bien sus tiempos teniendo en cuenta cómo se come y cuánto tardará en degustarse. Una única cucharada puede ser un estímulo grandioso por la lentitud con la que deben masticarse ciertos productos”. Hay una valorización de la reflexión no tan frecuente en la cocina.

“Es ver la cocina con una perspectiva diferente. Un bocado minúsculo puede ser muy largo, y hay platos y productos que pueden ser más abundantes y a la vez más etéreos, por ejemplo, una sopa fría. Un helado puede ser largo pero efímero por la temperatura. Yo concibo el menú degustación como un todo. Solemos convertirlo en una secuencia de elementos individuales. Analizamos los platos por separado y decimos: este plato no me ha cuadrado mucho, le falta acidez. Pero para mí, un menú es un todo donde, después de ciertos platos, puedo necesitar otras sensaciones que los complementen. Si con un plato busco únicamente crear textura, ¿por qué tengo que aceptar que me digan que falta acidez? Es como decirle a un pintor: ¿Por qué no le pones más luz al cuadro? ¡Pues porque no quiero! (risas). Me importa el conjunto, y para componerlo tengo en cuenta que puede haber un pequeño bocado super intenso, y luego un plato mucho más grande y liviano. No es lo mismo comerte un Pictolín que un caramelo de toffee. Todas esas cosas tenemos que saberlas los cocineros”.

En otro pasaje del libro dice: “me obsesiona trabajar con productos cotidianos a los que la gente les tenga incluso antipatía” ¿Por qué?

“Porque cuando trabajas con algo muy familiar, que el comensal ya tiene interiorizado, provocas una reacción al mostrarlo de otra manera. Si yo te sirvo una seta coreana que tú no conoces, no sabes si la sensación la he provocado yo o si es cosa de la seta. Si te pongo una pera, entiendes que soy yo quien ha transformado la pera, reconoces que ahí hay un trabajo de cocina, porque tienes conocimiento de lo que estás comiendo”.

La sensación es la de no haber reparado nunca en algo y de pronto descubrir su valor.

“En parte ese es el juego, y por eso no doy el menú con antelación. Al principio lo daba, y la gente empezaba: ¿La coliflor me la puedes quitar? Y claro, no entraban en el juego. Ahora digo: venga, vamos a comer y luego me cuenta usted si le ha gustado la coliflor o no. Tenemos muchos prejuicios sobre muchos productos”.

Y mucho apego a otros, incluyendo la quisquilla, que sorprende que se mantenga en su menú, porque, aunque es un producto maravilloso, es ubicua en las cartas de los restaurantes. Sin embargo, cuando probamos la de Bagá, tampoco es la quisquilla a la que estamos acostumbrados. La remolacha es otro ejemplo. Una simple remolacha puede ser un bocado sorprendente y complejo.

 

“Si haces una cocina esencial, con muy pocos ingredientes y encima muy cotidianos, o hay complejidad en la boca y en el cerebro, o es fallida. Cuando comemos, estamos mandando información al cerebro. De un mismo caldo, según lo tomes frío o caliente, el cerebro te dice una cosa u otra, y únicamente estás aplicando la temperatura. Pero claro, las temperaturas son importantes, igual que las texturas. Ese juego lo domina a la perfección Mugaritz, incluso desligándolo del placer. Yo no llego a eso. Yo intento siempre proporcionar placer; nunca se me ha ocurrido hacer una cosa que no genere placer. Pero hay que tener en cuenta un compendio de cosas. Es importante tener en consideración el tema de las texturas, saber cuándo el producto está en su máximo apogeo, cuándo puedes utilizar un producto u otro, o cuándo un alimento tiene una textura pero nos interesa alterarla para resaltar otro tipo de información, como hago con la pera oxidada. La quisquilla que nos regala la zona de Motril en primavera sería un pecado hacerla tartar (risas)”.

La visión del producto

La actual afición planetaria por la gastronomía se centra mucho en la caza y captura del producto: “qué chuletón tengo en el plato”. “Mira qué cigala”. Y llega un tipo de Jaén diciendo: “¡mira qué hinojo!”.

“Pienso que no hay categorías; todos los productos son productos. A mí me gusta trabajar con una buena cigala, pero también me gusta trabajar con una buena lechuga, una pera o una remolacha. Hay miles de alimentos para cocinar y en la alta cocina siempre acabamos cocinando los mismos. El producto tiene mucha importancia, pero en mi opinión, debería tener más importancia para el cocinero que para el comensal. Parece que, si no comes producto, no estás pagando lo que vale un menú. ¿Quién paga lo que yo pienso? Tú te puedes beber en tu casa el vino más caro, un Petrus o un Château D’Yquem, si puedes adquirirlo, pero para comerte un plato mío, tienes que venir a Bagá. Aun así, el pensamiento es el ingrediente menos valorado de la cocina”.

Un ingrediente lujoso que sí está muy presente en su cocina es el caviar.

“Siempre lo he utilizado, aunque últimamente menos, porque se ha impuesto la moda de ponerlo encima de cualquier cosa, muchas veces para justificar un precio. Lo veo un poco absurdo. Por eso ahora no lo utilizo, o lo hago de una manera escondida cuando aporta algo a un plato, incluso quitándole la textura y la visibilidad. Es un juego, igual que lo es meter una ostra dentro un pimiento frito. Para mí, lo importante es el pimiento verde frito, la ostra es secundaria, por eso está tapada”.

Hay un componente de torería, y no solo por las combinaciones de ingredientes. Hace postres que no son postres, pasa de las mignardises, le da la vuelta al pase final de carne…

“De toros no tengo ni idea (risas), pero hay cosas que no entiendo en un menú degustación. Por ejemplo, terminar una secuencia de ocho, doce o veinte pases, con un postre muy dulce o saciante, o que me saquen una caja de bombones después de comerme veinticinco platos. Yo creo que empezaron a ofrecerse por miedo: ¿se habrán quedado con hambre? Yo no las sirvo por la misma razón por la que no pongo pan y aceite antes de comer; porque lo veo muy obvio”.

¿Desafiando los caminos establecidos?

“Los caminos están, pero cada cual los debe andar como le dé la gana, porque lo más bonito de la cocina es su diversidad. Estamos cayendo en la estandarización de todo. Ahora todas las tortillas de patatas tienen que ser iguales. Creo que caemos en un error; que cada uno tiene que hacer la tortilla de patatas como más le guste y que no hay una forma que sea mejor que otra. Pero ahí entra el problema de las redes sociales, incluso del periodismo gastronómico de ahora, con tanto concurso y tanto titular buscando la mejor ensaladilla, la mejor tarta de queso o la mejor croqueta. No sé, yo creo que en la diversidad está la riqueza y que España tiene una de las gastronomías más diversas del mundo”.

Es cierto que el ambiente condiciona y que invita poco a experimentar.

“Al final también la alta cocina se está uniformando. Si buscas las tres estrellas, parece que hay un camino que tienes que seguir. Muchas veces son como las grandes producciones de cine donde hay un dineral invertido, unos efectos especiales impresionantes y grandes actores, pero te dejan sensación de que ya has visto la película cincuenta veces. Siempre muere el malo (risas). El caso es que parece que hay un solo camino y encima no tiene un final claro, porque luego están los ‘50 Best’, los no sé qué y los no sé cuántos. Es un horror tener que trabajar cada día para ser el número uno en algo… Somos cocineros y nos pasamos la vida angustiados con el tema de las puntuaciones. ¿Alguien se imagina un TripAdvisor de médicos o de abogados?”

Acaba de ser nominado a ‘The Best Chef 2023’ ¿Cómo lo ha vivido?

“Pues me da alegría en la medida en que nos sirve para poder seguir funcionando en Jaén, una ciudad complicada de poner en el mapa y donde esas cosas te ayudan a la visibilidad, pero no me creo ni entre los cien ni entre los mil mejores chefs. No soy ni el mejor ni el peor. Hago lo que puedo y me aíslo mucho, porque no siento que ese tipo de cosas sean reales. La gente me pregunta: ¿La segunda estrella para cuándo? Pues ni me lo planteo. ¡Si veía inalcanzable la primera! No cocino para conseguir ser nada ni para estar aquí o allí”.

-¿Cocina para…?

“Primero, para poder comer y para poder vivir (risas), y si encima te puedes divertir y hacer que el cliente se divierta, qué más quieres. De hecho, al ser un restaurante con un precio no muy elevado en su categoría, en Bagá pasan cosas bonitas, porque puedes tener alguien que ha venido de Singapur para comer, y al lado, una mesa de dos personas de Jaén que nunca se había sentado en un restaurante de este tipo. Lo que más me emociona es ver gente joven que se engancha a la gastronomía. En Bagá tenemos muchos clientes por debajo de los treinta años”.

Artículo de Esperanza Peláez para 7 Caníbales