María Nicolau no tiene pelos en la lengua. No, en serio. Hablé 20 o 25 minutos con ella y, si le hubiera dado más tiempo, me monta una revolución. Se expresa en una entrevista como nos expresamos en confianza, matiza cuando tiene que matizar, pero si a algo le tiene que llamar mierda, se lo llama. Se agradece que no haya ambages para tratar un tema tan importante como la alimentación. En su libro Cocina o barbarie (Península. 2022) –Cuina! O barbàrie en su título original ya que está traducido del catalán por Ana Camallonga y Gema Moraleda-, se aproxima a la gastronomía y la alimentación desde un punto de vista crítico. Crítico porque ya desde el título se revela como una enmienda al sistema capitalista. El título es un guiño al mítico “socialismo o barbarie” de Rosa Luxemburgo, una frase inspirada en un libro de Engels. “La gente se piensa que no tiene tiempo. Se van a pasar la vida currando y comiendo pan de mierda. Hay que parar”, me cuenta. Saco la bandera roja y arrancamos la entrevista.
María Nicolau es cocinera de oficio, conduce el restaurante El Ferrer de Tall y -añado-, divulgadora de vocación. Colabora en radio, en televisión y se mete allí donde la llaman para ofrecer su visión y sus conocimientos de la gastronomía. Pero sobre todo, María es entusiasta. Vive la alimentación como la premio Nobel, Annie Ernaux, vivió el enamoramiento en su novela Pura Pasión (Tusquets. 1993).
En su libro, las recetas de algunos platos muy tradicionales de la gastronomía ibérica como la crema de verduras, la tortilla francesa, el pan con tomate, los romescos, gazpachos, etc. sirven como excusa para hacer un llamamiento al activismo gastronómico. “Si consigues buen pan, cómpralo. Pero si no lo tienes, no pasa nada, hay otras muchas cosas que lo pueden sustituir”.
No nos pasamos la entrevista hablando del pan, ni mucho menos, pero me parecía el ejemplo perfecto de lo que María Nicolau quiere contarnos en su libro sobre lo que está ocurriendo en la alimentación y gastronomía actual. Su capítulo sobre el pan con tomate es paradigmático: “Aquí estamos, 6.000 años después del primero levado egipcio, a pesar de las mejoras tecnológicas y los avances científicos, comiendo pan de mierda por sistema”, dice. Tanta evolución y progreso para esto, para no ser capaces de democratizar el producto alimenticio más básico con cierta calidad.
Que en sus casas las personas no sean capaces de acceder a un pan de calidad y se entreguen al pan que más fácil les resulta conseguir es un problema, pero lo es aún más que un sector profesional haya decidido entregarse también a la pereza y al margen de beneficio como único dios sin atender al objetivo más primario de la hostelería: dar de comer bien. “Si no quieres cocinar, monta un chiringuito. Tienes que dar un mínimo de calidad. Pero es que sólo vamos al margen: comprar el pan más barato para engrosar el ticket medio y mejorar el balance”, ataca Nicolau. Y no abandona la idea de que la restauración no es ya un sector especialmente rentable, pero sí una profesión que garantiza trabajo de por vida: “un restaurante no se abre para ganar dinero, se abre para seguir teniendo trabajo. Ahora los márgenes de un restaurante bien llevado te van a dar para que no te falta pan y trabajo nunca”. Nos seguimos aproximando a una idea de la hostelería más honesta en el que la rentabilidad no es el valor principal. Remata con una frase lapidaria: “El que viene a la hostelería a hacerse millonario, viene a robar”.
Guerra a la homogeneización en la hostelería
El libro de Nicolau se revela como una crítica feroz a la homogeneización de la alimentación. ¿Cómo se puede evitar? “No tengo soluciones mágicas. No podemos no cocinar. No somos cabras que pastan. Todos tenemos que cocinar y, si no lo hacemos nosotros, lo subcontratamos”, explica. En una suerte de imaginación de un futuro distópico, la autora se pone en lo peor: “Si todos dejamos de cocinar y comemos los 20 productos precocinados más vendidos, en las próximas generaciones, los niños que se metan una barrita de Pescanova pensarán que es la cocina de su abuela. Y entonces las casas dejarán de tener sus olores. La personalidad de la alimentación que va por regiones, pero también por casas, se va a perder”. No hay dudas sobre su tesis.
Eso respecto al nivel sensorial y hedonista de la gastronomía, pero es sólo uno de los efectos de dejar de cocinar que, por cierto, según la autora, es mucho más que seguir un recetario. Otro de los terribles efectos de la ultra homogeneización de la gastronomía es que dejamos la soberanía de nuestro país en manos de otras personas que no tienen, precisamente, nuestros mismos intereses. “Vamos a perder el poder de gestionar y decidir sobre el país, el pueblo y la comunidad de vecinos en la que vivimos. Cuando compramos ingredientes, decidimos. Interactuamos de tú a tú con el sector primero: decido qué tipo de ganadería, agricultura tenemos con nuestro dinero. Los cuatro duros de nuestra nómina sirven para decidir cómo es la sociedad en la que quiero vivir”. Nicolau concibe la cocina como un hecho político: “Si no cocinamos, renunciamos a decidir sobre el país en el que vivimos y eso muy peligroso”.
Esta homogeneización de los productos alimenticios y gastronómicos se está trasladando de manera directa a la hostelería, que ha encontrado algunas fórmulas de éxito y quiere replicarlas hasta la saciedad. Decía poco antes de la pandemia Eduardo Basanta, CEO del Grupo La Musa, que los hosteleros son poco arriesgados: “cuando vemos algo que funciona, es lo que queremos repetir”.
“Lo primero que hace un consultor cuando viene al restaurante es mirar la hoja de resultados. Lo segundo que te va a decir es que tienes que diferenciarte de la competencia”, dice María Nicolau sobre este tema. Sin embargo, la hostelería lo único que no hace es diferenciarse de la competencia, sino que imita una y otra vez lo que ya funciona. “Estamos haciendo lo mismo porque se está perdiendo el concepto artesano. Decidimos apostar por lo que hace el vecino. Los chefs nos escondemos tras las cartas grises y anodinas con cuatro grandes éxitos. No hay riesgo, pero no hay gloria”, remata. Nuevamente, volvemos a enlazar la cocina con la sociedad que queremos y en la que vivimos. “Sería precioso que los restaurantes expliquen la idiosincrasia del barrio en el que están. Si así fuera, sería imposible crear dos restaurantes idénticos”. El storytelling, pero de verdad. No sólo un relato que nos sirva para vender.
Del arte a la artesanía: “necesitamos un oficial de primera de cocina competente”
“Una de las diferencias entre el arte y la artesanía es que el arte es inútil” responde María Nicolau ante la pregunta de si su definición de la cocina en la que intervienen ingredientes como la libertad, la creatividad o la improvisación está relacionada con el arte. “Ferrán Adrià se nace, no se aprende. Sin embargo, el mundo está muy falto de buenos ebanistas, mecánicos, fontaneros o carpinteros. No todos podemos ser Picasso, pero necesitamos a buenos pintores de paredes”. El concepto está clarísimo. En las cocinas todos quieren ser artistas, pero lo que la sociedad necesita son cocineros buenos y honestos. “Mientras admirábamos el arte de la gastronomía, la cocina en casa se moría. Dios me libre de enmendar esa revolución. Todos los méritos son justos, pero basta ya. Tenemos una llaga supurante. Lo importante no es el arte, es recuperar la artesanía. Necesitamos un oficial de primera de cocina competente”, finaliza.
Nicolau explica que lo que hace falta son cocineros de “gama media” que levanten el grueso de la gastronomía de un país y satisfagan las necesidades de las familias normales: más menús de fin de semana de 20 o 25 euros, más menús asequibles y ricos para los trabajadores y menos arte gastronómico a precios inasumibles para la mayor parte de la sociedad que se va a morir sin ir al Bulli o al Celler de Can Roca, pero que se merece una cocina de verdad.
No sabemos si María Nicolau, como el soldado noruego que luchaba estoicamente contra el ejército Nazi en la novela de David Howarth Nosotros morimos solos (Capitan Swing. 2018), está sola y predicando en el desierto. Pero desde luego su mensaje tiene la potencialidad de ganar la hegemonía.
Artículo de Rodrigo Domínguez-Sáez para Barra de Ideas