Prepara la mudanza de Bardal al campo, idea nuevos proyectos y defiende que en la cocina, la honestidad está en el plato y no en el discurso. Una entrevista llena de sustancia con el dos estrellas Michelin.
Emerge de la cocina de Bardal Benito Gómez, (cabeza afeitada, barba poderosa, mirada felina, delantal sobre la camiseta negra) y retumba en la mente aquella canción: “¡La vida pirata se vive mejooor!…”. No es que la disciplinada tripulación que prepara el servicio del mediodía piense en botellas de ron como recompensa. La entrega, que ha llevado a parte de los cocineros a tatuarse la rama de pinsapo que luce su capitán en el antebrazo, brinda otras satisfacciones. Estar en un proyecto que desde la Serranía de Ronda, lejos de los circuitos gastronómicos y con la cocina como único compromiso, ha logrado dos estrellas Michelin y el aplauso de los grandes críticos del país tras un parón de pandemia especialmente duro. Preparando la mudanza de Bardal al campo y otros proyectos en la ciudad del Tajo de los que no suelta prenda (“me han sacado tarjeta amarilla por bocazas”), reconoce el hartazgo que le producen discursos conceptuales y etiquetas, y reivindica algo que le ha costado sangre, sudor y lágrimas: la libertad.
¿Qué nos puede contar del nuevo Bardal?
“Solo que el proyecto está listo y que estamos cumplimentando los trámites administrativos. Yo le echo un año y medio más o menos para poder hacer la mudanza, y hasta entonces no suelto palabra, porque ya me sacaron tarjeta amarilla por bocazas”.
Lo seguro es que se van al campo.
“Sí. El motivo del cambio es que este sitio se nos ha quedado pequeño para trabajar. Ha sido divertido lo que hemos conseguido, muy romántico, muy ético, pero a la hora de la verdad luchamos cada día con una infraestructura que no da para lo que hacemos. Y además, siempre he tenido ganas de tener un restaurante en el campo, como mis padres”.
¿Una vuelta al origen?
“Vuelta al origen porque me he criado en el campo, no en sentido simbólico, que a mí no me van esas cosas. Mis padres tienen un restaurante en medio del bosque, Can Reimì, a las afueras de Argentona, en el Maresme. Me apetece el campo porque aquí hemos estado hasta dieciseis horas al día viendo un alicatado durante años. Ahora ganaremos calidad de vida, y nos queremos abastecer en lo posible del huerto que tengamos, aunque esto de que tiene que ser todo de aquí… Desde que existe la humanidad ha existido el comercio. Las cosas han viajado y esos viajes han creado riqueza, conocimientos. Apuesto por el consumo local siempre que puedo y sobre todo por ayudar a pequeños productores, pero sin radicalismos. El discurso salvamundos me parece un poco banal”.
En todo caso, el lujo ahora es lo natural y en la Sierra de Ronda se está notando.
“Ronda, más allá de la plaza de toros y el Puente Nuevo, es una gran desconocida. Tenemos el Tajo y una historia maravillosa, pero además estamos en un entorno natural privilegiado, y a 35 kilómetros en línea recta, en la costa, están las mayores fortunas del mundo. Si queremos que vengan hay que ofrecer calidad. Está empezando a haber proyectos así”.
El nuevo Bardal, por ejemplo.
“Por supuesto, y de hecho nosotros formamos parte de la comisión de empresarios que trabaja para impulsar Ronda como destino, pero el nuevo Bardal es egoísmo puro. Yo me lo paso bien en la cocina, sigo igual de motivado que cuando empecé. Es verdad que ya son 46 tacos, te tienes que ir dosificando, pero yo dentro de veinte años me sigo viendo en la cocina”.
¿Haciendo qué? ¿Qué le motiva ahora?
“Seguir aprendiendo a cocinar. Poder trabajar con botánicos y con hortelanos. Llevo toda la vida pelando zanahorias y no sé cuándo se siembran ni cómo les influye el estiércol o el riego. Son cosas que me apetece entender, así que buscábamos un sitio donde poder criar gallinas o tener un huerto, como mis padres”.
¿No aprendió de ellos?
(Risas) “Con 12 años, cuando mi padre me decía ve al huerto a por patatas o tráete 30 conejos de la conejera, era una putada”.
¿Cuándo empezó a interesarse por la cocina?
“Tardé mucho. Estudié en Sant Pol de Mar. Era una escuela universitaria de élite, mi padre no me había mandado a cualquier sitio. En tercero hacíamos menús, y me tocó hacer vichyssoise. Había pasado tres cursos y no me había enterado ni de qué llevaba. Le pregunté a uno, me fui a la cámara a por los puerros y no sabía distinguirlos. Como yo era muy cuco, robé la vichyssoise del hotel y más o menos salí airoso. Empezó a interesarme la cocina cuando cayó en mis manos el primer libro de El Bulli, Sabor del Mediterráneo. Lo tenía un chaval allí, y recuerdo que lo abrí por una receta que era lomo de bacalao con bogavante, colmenillas y mollejas. No pude parar, ese día me leí el libro dos veces. Me lo sé entero. Realmente soy cocinero por ese libro”.
Hizo prácticas en El Bulli.
“Sí, y luego estuve con Rafa Morales en Benazuza, del 99 a 2002 o de 2000 a 2003, en el momento cumbre de El Bulli. Fue muy duro, pero con Sant Pol de Mar fue la etapa en la que más feliz fui en la cocina, en la que más sufrí y en la que más aprendí, y conservo grandes amigos de allí”.
¿Cómo aterrizó en Ronda?
“Fue por Enrique Bellver (crítico gastronómico de SUR). He tenido varias crisis con la alta cocina. En una de ellas iba a trabajar con Ramón Freixa y de pronto me agobié. Encontré trabajo en un hotel. Dije: qué bien, horario de ocho a tres. Pero me salía cocinar. Llegué de pringado y en tres meses era jefe de cocina. Enrique vino a comer al hotel, y cuando Dani García se fue de Tragabuches, le preguntaron por un sustituto y me propuso. Pasé allí tres o cuatro años y luego vino otra crisis con la alta cocina”.
¿Qué son esas crisis?
“Pues es que yo no considero que haga alta cocina. No sé qué es la alta cocina, y cuanto más viejo me hago, menos entiendo. Un aire de remolacha es alta cocina y una remolacha aliñada no, pero yo prefiero la remolacha aliñada. Hubo unos años fecundos, en los que pasaron muchas cosas, pero yo no me sentí nunca cómodo ahí, y se creó una farándula que no iba conmigo. Yo soy muy reservado, no me gusta salir en ningún sitio. Cuando Dani se fue de Tragabuches acababa de sacar el tema del nitro. Entonces venían los críticos y tenías que estar sacando técnicas nuevas con las que no me sentía a gusto, y si no lo hacías, estabas desfasado. Entonces dije: Me voy, monto un bareto. Y monté Tragatapas, hoy Tragatá, con cuatro fuegos, una plancha y una freidora de cinco litros, y me pegué allí nueve años. Fueron buenos, aunque personalmente fueron de los peores de mi vida, y luego hubo otra cosa muy buena, que fue conocer a mi mujer”.
Después de unos años, sin embargo, se animó a abrir Bardal. ¿Qué cambió para que eso sucediera?
“Fue un proceso que llevó su tiempo. Por una parte me veía y pensaba que tampoco iba a estar toda mi vida haciendo eso. Cuando cumplí 40 años empecé a verlo claro. Tragabuches se había quedado vacío. Pensé: voy a cogerlo y voy a hacer lo que a mí me gusta hacer. De hecho, no dijimos ni que habíamos abierto, porque quería trabajar desde la libertad más absoluta. En esta cocina todo es en teoría normal, pero hay muchísimo trabajo detrás de cada pase, porque trabajamos desde la inmediatez”.
¿Le preocupa mucho que haya verdad?
“La honestidad es importante en la vida y en la cocina. Nunca hemos trabajado de cara a la galería y nunca lo haremos. Yo me voy al sitio nuevo porque quiero ser feliz cocinando y que mi equipo tenga unas instalaciones acordes a lo que ellos se merecen, pero nada más. Yo siempre trabajo para mí, y nunca me verás contando una movida. Si quiero gastar ostras, ¿por qué no voy a gastar ostras? Puedo cocinar todo. Vale que no tiene mucho sentido que viviendo en la sierra me ponga a hacer tatakis de atún. Todo tiene su esencia. Pero yo siempre soy muy escéptico con los discursos. No me molan, es como ponerle vallas al campo. No quiero. No me apetece. Nosotros damos de comer y ya está. Tengo un restaurante más o menos como lo tenían mis padres, más actual, mucho más cuidado si quieres, pero al final yo cocino y mi equipo sirve los platos, y tenemos que ser hospitalarios y que esto sea una casa de comidas donde haya cariño y la gente se sienta bien, y donde le demos lo mejor que tengamos ese día. Yo, por lo menos, no tengo otra película ni otro discurso. Yo no voy a ser ni el salvador de Ronda ni el salvador de la ecología, ni el salvador de nada. Queremos aprender, colaborar, cuidar el entorno lo más posible. Pero escuchas a algunos contar unas cosas, que dices: ¡Manda huevos!”.
Cada uno juega su papel.
“Ya, pero al final todos vamos alguna vez a Makro. Hay una cosa muy cutre, y es engañarte a ti mismo. En Bardal nunca hemos hecho una excepción con ningún cliente a la hora de hacerle un menú. Ya puede ser quien sea. No es que lo engañara a él; me estaría engañando a mí mismo, porque iba a publicar algo que no es real. Nosotros trabajamos para nosotros y para ser cada día un poquito mejores, y punto pelota, no puedes contar historias. Si puedo tener unas cebollas de aquí, pues las tengo, porque sé que así voy a echar una mano a alguien de la zona, pero si ese día la persona no tiene esos kilos de cebolla, las tendré que buscar en otro sitio, y a quien le compre también ese día también le estaré haciendo un bien”.
¿Vaciamos los discursos por imitación? ¿Convertimos todo en plagas?
“¡En modas absurdas! Y me aburre eso. A mí, cuando me preguntan, ¿qué haces? Pues sinceramente, cocino lo que me sale. Si hoy me levanto y veo en amarillo, cocino en amarillo, y si mañana veo rojo, cocino en rojo. No porque en una entrevista haya dicho que la vida es amarilla tengo que seguir viéndolo así toda la vida. Mañana puedo ver rojo, o puede aparecer entre los dos el naranja. No tenemos barreras ni discursos, aunque igual esto ya es un discurso…”.
Siempre hay discurso, pero los hay más auténticos y más impostados.
“Yo me he currado trabajar en libertad. Ahora tenemos que ir a Gastronomika y la ponencia se tiene que llamar ‘La cocina de Bardal’. Pero no hay una cocina de Bardal. Por ejemplo, siempre he tenido ostras, me encantan. Pero ahora no tengo porque no quiero tener, y a lo mejor me ofrecen bonito de Burela y lo compro. Si me gusta el bonito, ¿por qué no lo voy a utilizar? ¿Contamina? Claro, pero contamina mucho más poner cerezas en febrero y traerlas desde la otra punta del mundo. Los pescadores de Burela se tienen que ganar la vida, y si pescan mucho bonito y tú puedes servir un producto espectacular pescado a mil kilómetros, pues no pasa absolutamente nada”.
Al abrir Bardal, su mujer, Merche Piña, se quedó al frente de Tragatá. ¿Va a seguir allí?
“Yo quiero que salga fuera de la actividad diaria, liberarla a ella y a otras personas del equipo para gestionar y dirigir, porque hay que crecer. Tengo un equipo muy fiel, pero aquí se genera el capital que se genera, así que digo: chicos, si queréis tener pasta hay que montar negocios, porque si no, no les puedo pagar más aunque se lo merezcan. El nuevo Bardal lo abriré con 47 años y medio. Tendré ocho o diez años buenos más, y no puedo estar en diferentes sitios”.
¿Qué va a pasar con este local?
“Queremos que sea una casa de comidas donde se coma de fábula”.
Artículo de Esperanza Peláez para 7 Caníbales