Un cocinero al borde de la quimera

El último salto de Dacosta | Ama la tierra que le acoge y le da lo mejor de sí. Lo hace con un pie en el Montgó y otro donde desaparecen las fronteras. Su autenticidad le está haciendo universal y, por eso, su restaurante ya está entre los 20 mejores de mundo

El Mediterráneo, sus entrañas y la inmensa sombra del Montgó. Ninguna de las tres cosas le han abandonado jamás. Como jamás él les ha abandonado a ellas. El pulpo que se seca al sol, la gamba que duerme tras el celofán, el atún que sueña en salazón, la servilleta que quiso ser queso… Quique Dacosta ha fraguado una historia de amor inquebrantable con el territorio en el que echó raíces. Las marinas y su gente le adoptaron. Y le quieren. Sus compañeros de profesión -valencianos o foráneos- le admiran. Y le respetan, sin fisuras y con entrega. Como sus clientes. Muchos fieles que se deshacen entusiasmados al borde de la mesa cuando, entre platos, se desencadena una apabullante exhibición de fantasía comestible difícil de describir. Sus menús son, sencillamente, declaraciones de amor a la belleza y alegatos a la felicidad sin concesiones ni peros. Es el sello auténtico de un cocinero con copyright. Tan reconocible como irrepetible.

Dacosta es aquel al que el viento a favor del Mediterráneo le ha ido subiendo a mil cimas, como si su vida fuera la prolongación de un sueño. Una estrella fue poco y logró el universo. Un restaurante se convirtió en insuficiente y creó una ruta de cocinas donde pochar su desbordante conocimiento. Quique lleva el talento en sus entrañas. Y es infinito y perpetuo. Porque a su saber, madurado con los años y siempre explosivo, se le suma el de los suyos. El de su brillante equipo. Ese que ha sabido hacer sólido y compacto y con el que ha logrado agrandar la mirada de ese camino por la gastronomía valenciana que inició con una feroz pasión entre brumas masticables, cubalibres de foie y arroces mediterráneos. Así ha crecido y así sigue. Dando universalidad a sus propuestas, sentido a sus proyectos y vitalidad a las fantasías que se le cuelan ágiles en su cabeza cada madrugada. Así ha evolucionado y continúa. Transitando por el borde del Mediterráneo que le inspiró cuando, siendo aún chaval, fregaba platos en un local de Dénia sin saber que, entre esas manos llenas de jabón, se sacaba brillo a un futuro trepidante.

El esfuerzo en sus inicios y los vaivenes de los días, muchas veces bruscos y no pocas veces injustos, le enseñaron a ser fuerte y sensible. A sacar punta a su intuición para cocinar la imaginación y a llenar de emoción aquello que, para otros, puede ser un simple ingrediente: el ‘raimet de pastor’, una almendra que se quedó en flor, el jugo de la fantasía, la pulpa de la reflexión… Por eso, por saber ir más allá de lo evidente y por saber bucear entre lo aparentemente intrascendental, logró y logra en su cocina transmitir y hacer lo que parece sencillamente imposible. Cocinar la piel de la belleza, meter el arte en una salsera o sublimar el ‘socarrat’ al nivel de poema cautivador.
Pero el de Jarandilla de la Vera, el cocinero que ahora está sentado en el pedestal de los veinte mejores del mundo (y tantos galardones más), no es sólo importante por ello sino por sacar la cocina valenciana del ostracismo; por generar sinergias en un sector en el que cada cual vivía atado a su ombligo; por convertirse en imán de visitantes de allí y de más allá; por ser embajador de la magia que aquí se masca y, a veces, no apreciamos ni valoramos.
Es, en definitiva, uno de esos genios que aumentan su brío con los años, porque con el tiempo ha logrado domesticar ese arrollo de sueños descabalgados, ese cocimiento privilegiado y ese amasijo de sensibilidades que le acompañan desde siempre. Es ese al que, si le preguntas por un nombre de mujer, te diría que Andrea; ese que en su muñeca tiene tatuados a Noa y a Ugo, su vida; ese cuya banda sonora de sus días se la escribió Alejandro Sanz y que hizo con un salmonete un cuadro de Mark Rothko o, con una ostra, el Guggenheim. Es ese a quien la luna le ha dado siempre energía; a quien el salitre le abraza sin que lo sepa cada madrugada. Ese a quien le gusta, de tanto en tanto, subirse en soledad al torreón de su restaurante de tres estrellas. Esa torre de arcos seductores y blanco resplandeciente desde la que observa los límites del Mediterráneo y desde donde se imagina buceando por la fina línea de lo increíble.
Porque así es su cocina: una explosión de creatividad en constante ebullición que comienza donde el horizonte separa, el océano de lo real, de lo imaginado. Esa barrera que sólo algunos alcanzan a conquistar y que permite cocinar la belleza, licuar la elegancia y servir felicidad, como quien ofrece agua al sediento y magia al incrédulo. Quique es, sin más, un vendaval que se gesta donde el mar acaba y comienza la quimera.
Artículo de Jesús Trelis para Las Provincias