Discutí hace años con Joan Roca sobre el alcance del término vanguardia aplicado a la cocina. Debatir es una palabra fuerte cuando se conversa con un hombre que, llegado ese punto, parece más un apacible turista nórdico que otra cosa. A falta de apasionamiento, Joan te deja escuchando y sobre todo pensando. Defendía entonces la vigencia de lo que llamaba “vanguardia tranquila”, la suya, en un momento culinario que echaba de menos el trabajo de los cocineros arriesgados del final del siglo XX, mientras todos nos preguntábamos donde estarían las nuevas vanguardias llamadas a marcar el siglo XXI, y si es que las había.
Proponían entonces un trabajo sin locuras ni grandes aspavientos técnicos -la roner, en la que habían intervenido decisivamente, ya estaba en las casas y a la rotaval le va faltando poco-, sin rupturas destacables, dando continuidad al trabajo realizado y con alguna osadía asomando a la carta, como la de devolver el ast a la alta cocina militante: el pato, la pularda y el pichón asados así o en otras elaboraciones de aire clásico empezaban a desfilar hacia el comedor. La penúltima visita, ya sorteando la pandemia, se cerró con un pichón en croûte que hace una semana cambió por un impecable brioche de pularda. ¿Recuperar lo descartado hace 50 años también es revolucionario o un recurso para cubrir el hueco de la nostalgia?
Acudo al Celler con frecuencia. Solía ser cada año o año y medio hasta que hice dos libros con ellos –Casa cacao con Jordi y Raíces con Joan- y las visitas se multiplicaron. Siempre me sorprendían con un menú diferente, daba igual que hubiera comido allí uno o dos meses antes. Un día les pregunté por los cambios de menú que hacían cada año y me dijeron que al menos 20 o 21. Para quien vive en un país en el que las novedades pueden llegar cada cinco años, como sucedió en Central hasta el traslado al local de Barranco (también pasaba en The Fat Duck, y algunos lo presentaban como el mejor restaurante del mundo; como mucho, uno de los que menos tiempo dedicaba a pensar), o cada 18 meses en los casos del Astrid & Gastón o el Maido pre pandemia -Mitsuharu Tsumura se molesta cuando comento estas cosas y me anula reservas en su restaurante, pero el éxito en la cocina también pasa por asumir las consecuencias de las decisiones que tomas, y acabará entendiendo que el paso de ser ayudado y empujado es parte del trayecto que te lleva a ser criticado, también imprescindible para poder avanzar-, el ritmo del Celler se antojaba una especie de paraíso, la encarnación de la mítica tierra de Jauja; solo faltaban jamones colgando en el jardín y paredes tapizadas con turrón.
Un año conversamos más serio, más largo y con más profundidad. Preguntaron como había ido la cena y respondí que bien, imposible no disfrutarla, “pero”, les dije, “yo no he venido a esto”. Cerrado El Bulli, el Celler de Can Roca era la siguiente tierra prometida y el viaje una suerte de peregrinación. Llegabas buscando la sorpresa, ideas nuevas, lo que a casi nadie se le ocurría hacer, la bodega soñada, consecuencia, responsabilidad, elegancia, un estilo de servicio propio… yo que sé. Esperabas mucho de cada visita y aquella vez no pasaron algunas cosas. El placer seguía, pero la magia había volado por el armario de los fermentados y las salmueras, una moda ya convertida en plaga que se había infiltrado en una decena de preparaciones del menú. Iba al Celler buscando ideas nuevas en lugar de una cocina que siguiera tendencias ajenas, como las que encontré aquella noche. Viendo las miradas que cruzaron, tuve la sensación de no haber dicho nada que no supieran. Ellos hablaron de un año de descanso, yo les sugerí seis meses de vacaciones, de uno en uno y con desconexión absoluta: llegan momentos en que los platos no te dejan ver la cocina. Por suerte para ellos, no hicieron ninguna de las dos cosas; año y medio después, el covid-19 reventó el mundo y proporcionó tiempo para pensar, leer, imaginar, relajarse, mirar al vacío, salir fortalecidos, arruinarse, engordar o adelgazar. De una forma perversa, encontraron el tiempo que necesitaban.
Vuelvo al Celler una semana después del reencuentro con la cocina de Ricard Camarena, en Valencia, para la que también reclaman la etiqueta de vanguardista, lo que a priori no tenía claro. Había escrito sobre eso unas semanas antes: “La vanguardia es una puerta que se abre a lo que nunca conocimos, a lo extraño y disonante” (…) “estalla porque sí y muy de tarde en tarde, cuando uno o dos iluminados se atreven a mandar a paseo buena parte de lo que aprendieron y darle la vuelta al resto, transformándolo en algo nuevo; siempre extraño, siempre diferente”.
Repaso el texto en el tren que me lleva a Girona, pero queda aparcado cuando me siento a la mesa en el Celler y aparecen los aperitivos; habrá tiempo para volver a eso. Al principio no hay nada nuevo, pero casi todo es emocionante. Está el brioche de trufa del 2009 (se han atrevido a poner el año de creación de cada plato), el carpaccio de manitas de cerdo del 89 o el juego de piñones (crudo, tostado y germinado) del año 5 del nuevo siglo. Son 16 y lo veo como un atrevido repaso por los últimos treinta años de vida del restaurante. Para mí, un recordatorio estimulante de lo que he vivido en sus mesas. Imagino que para ellos un desafío público: mirad lo que hacíamos antes del acabar el siglo XX, o lo que nos sacábamos por el forro del taller hace treinta años; fijaos bien en quienes somos y en lo que somos. Llegado a la velouté de crustáceos con caviar (2001) vuelven a nacer las preguntas, por ahora notas sueltas al borde del menú. ¿En qué momento deja un plato de ser innovador y rupturista?, ¿sigue siendo avanzado y de alguna manera transgresor veinte años después, servido en un contexto que lo posicione, lo explique y lo vuelva a poner en valor?, ¿la recuperación de lo abandonado es una muestra de inconformismo?, ¿queda viejo un plato cuando se normaliza su presencia en la carta, o la decadencia de una creación sobreviene desde el momento en que se estrena y provoca la primera reacción? Hubo un día en el que muchos lo creyeron así: los platos llegaban al menú a primera hora de la mañana y se retiraban al día siguiente, al parecer viejos y agotados.
Sigo pensando en la cocina de vanguardia tal como la conté hace unas semanas en estos 7 Caníbales, aunque paso las visitas casi seguidas a Ricard Camarena y Celler de Can Roca necesitado de buscar matices que permitan explicar conceptos o trayectos con los que describir el momento de unas cocinas que vuelan tan alto y llegan lejos, trazando relatos diferentes ¿Vale eso para participar del espejismo de la vanguardia? Pienso en esas sugerentes y extrañas carnes de atún que Ricard cura envueltas en algarroba triturada y fermentada en suero de yogur, que luego servirá fileteadas con un trozo de melón, o en su forma de aprovechar íntegramente productos como el calabacín, de la piel a la pulpa, o en la royal de hígado de mero de los Roca, o en el postre que llaman bosque lluvioso (helado de trompeta de los muertos, con miel de pino, hojas crujientes de cacao y destilado de tierra) que se ha marcado Jordi Roca y las preguntas se me amontonan.
¿Habrá otra forma de mirar la vanguardia o es que simplemente son tan buenos que cada bocado alimenta nuevas dudas?, ¿estamos confundiendo la vanguardia real con una alta cocina, avanzada, actual y estimulante?, ¿todo depende de la chispa que brilla en el plato o necesitamos que esa chispa vaya más allá y acabe estallando en la cabeza?, ¿importa tanto la etiqueta? Eso lo tengo claro: nos vuelven locos las etiquetas. Ha pasado una semana larga desde aquello y apenas he sabido formular algunas preguntas. Las respuestas suelen necesitar tiempo; les cuento si es que llegan.
Artículo de Ignacio Medina para 7 Caníbales