La revolución humana en la restauración: ¿misión imposible?

De qué sirven los premios del sector y el reconocimiento individual si el equipo de cocina va con la soga al cuello sin conciliación familiar ni un sueldo digno?

“Ya nunca digo que amo la profesión. No puedo amar algo que me absorbe, que me arrebata mi vida personal, que me crea un estrés y una autoexigencia que me hacen errar fuera del trabajo. Quiero que sea sólo mi profesión. Respetarla y hacerlo lo mejor posible. El amor para mi familia y la vida”, escribía Narciso Bermejo, creador de Macera Taller Bar, primero en Madrid y luego en Barcelona, para dar un vuelco al concepto de destilados de calidad de elaboración propia.

Era un mensaje en Twitter procesado a fuego lento. Hoy más significativo que nunca, ya que se publicó en mayo de 2019, mucho antes de la pandemia que evidenció el gran agujero negro de la restauración de la vieja normalidad y que desembocó en las consecuentes olas de cierres y reaperturas para acabar con la paciencia del hostelero y maltratar la moral de los trabajadores como una gota malaya.

Bermejo exteriorizaba un sentimiento a flor de piel que no hizo más que acrecentarse un año más tarde con la tutela de otros proyectos gastronómicos. “No voy a dar ni un paso adelante para volver a donde estábamos. Es evidente que sería un paso atrás. No quiero luchar para que reine la competitividad, la apariencia y la falta de tiempo. Para ganar ese éxito ya he perdido más que suficiente. Otras reglas ya para todos y todas. Debemos comenzar a trazar un plan escalonado de aperturas según aforo, alternar las mismas, solicitar un plan general de reactivación y ser los que controlamos la construcción del mismo”. Después de eso vino el silencio. Sabiamente, Bermejo se desconectó de las redes sociales para centrarse en su vida personal. Y ahí sigue.

Desde entonces, son muchas las voces que abogan por el gran cambio que no llega. “La revolución humana”, le llaman algunos optimistas capaces de ver siempre el vaso medio lleno. Un cambio de paradigma en la alta cocina que, tarde o temprano, serviría de espejo para modificar al resto de restaurantes que luchan a diario para sacar adelante lo que el virus se ha empecinado en arrebatarles. En esa línea, gente tan respetada como Joan Roca ya se atreve a utilizar términos impensables hace sólo cinco años, cuando los cocineros mediáticos se volcaban en busca de los premios acumulando miles de horas extras a sus equipos.

“Se avecina una crisis de personal. Ahora la gente, con esta pandemia, valora otras cosas, quiere vivir, hay un cambio de actitud con respecto al sacrificio y al esfuerzo, y de todo eso hay que tomar nota. Ir a un restaurante va a ser más caro en el futuro, debido a que se incrementarán los costes de personal. De hecho, hay una migración a otros sectores, a otras actividades, que permiten llevar otro tipo de vida, y eso supone un problema para la restauración”, aseguraba Roca a Cinco Días después de adelantar el horario de cenas y no prescindir de ninguno de sus 175 empleados del grupo.

Una deriva más humana y menos ambiciosa que implica una gran pregunta de fondo: ¿de qué sirven los premios del sector y el reconocimiento individual si el equipo de cocina va con la soga al cuello sin conciliación familiar ni un sueldo digno? Haciendo de puente entre los requerimientos de las empresas de restauración y el joven alumnado que recién da sus primeros pasos dentro del sector está Ricardo Fernández Guerra, profesor de FP en el CIFP Carlos Oroza de la Consellería de Educación de la Xunta de Galicia. “Antiguamente, recibía alumnos que querían ser cocineros y cocineras, trabajar y ganarse un sueldo sin importarle tanto el horario o las condiciones; se les notaba que amaban la profesión enseguida, en las primeras clases”, recuerda.

Él mismo lo vivió en sus carnes como aprendiz hasta que se cansó de los horarios interminables que no le permitían conciliar con la vida de pareja e iban minando su vida personal. Abandonó los restaurantes de vanguardia y se centró en la pastelería tradicional, tiendas de platos preparados o residencias de ancianos donde tenía mejores horarios y día y medio libre, un lujo para el sector.

«De un tiempo a esta parte, la mayoría del alumnado llega atraído por la mal llamada ‘alta cocina‘, el rock and roll que algunos llaman y los realities de televisión. Hay mucha información circulando y creo que confunde bastante al alumnado. Esta nueva hornada de jóvenes quieren ser estrellas del firmamento culinario y hacer super platos. No contemplan la cocina como un saber hacer para ganarse dignamente la vida a partir de las enseñanzas básicas de la formación profesional: cocina clásica, platos tradicionales, con un tronco común a partir del orden método y limpieza. En cierto modo, cuando entran en contacto directo con la realidad de las clases de cocina ya hay más de una decepción los primeros días, y cuesta un poco recolocarlos en lo que es la hostelería”.

Es un pez que se muerde la cola, ya que históricamente ha sido un oficio que ha resquebrajado la salud y la moral de sus integrantes y después del parón obligatorio por el confinamiento es complejo que ambas partes cedan en su empeño de lo que creen justo y/o digno para sus intereses. Dicho de otra manera, la empresa de hostelería busca personal formado, pero habría que ver qué es lo que ellos entienden como “formado”.

“La empresa busca normalmente un trabajador/a que tenga conocimientos básicos, que sea dócil cuanto a que se pueda manejar bien por parte del personal y que, además, sea barato o rinda al máximo durante el tiempo que esté en su puesto de trabajo.  En muchísimos casos, no ofrecen las condiciones mínimas para obtener ese personal y quedarse con él”, especifica Ricardo Fernández.

“Este tipo de alumnado no se encuentra fácilmente, porque sus expectativas laborales son otras: trabajar en lo que les gusta sí, pero con las horas justas, ganar un salario aceptable, con vacaciones, horas extra remuneradas y librar los días que le corresponden. ¿Es mucho pedir? No lo parece, la cuestión es que en este sector, por las razones que sea, históricamente no ha sido así, la clientela tampoco lo entiende así porque quiere comer o cenar casi a cualquier hor… Es imposible que se produzca conciliación si no se encaja el trinomio: trabajador/empresa/clientela. Es difícil que un alumno al que no le respetan los horarios en las prácticas o que observa las condiciones o métodos de trabajo de una empresa se quede si la experiencia no es satisfactoria”.

Ante dos polos opuestos era de esperar que el choque frontal fuera inevitable tarde o temprano. Porque si todo cuelga de un hilo no es sencillo calibrar si los daños serán menores o irreversibles. “Nos pasa que el alumno recién incorporado a una empresa quiere introducir algún pequeño cambio en el proceso productivo, de seguridad e higiene, de limpieza… Pero se les rechaza de plano ‘porque siempre se ha hecho así’ o con otro tipo de evasivas… Un trabajador que sea activo necesita ser reconocido o de lo contrario antes o después acaba por aburrirse y bajar los brazos. A las empresas, les cuesta encajar que hay un cambio generacional, que los jóvenes de ahora, aun necesitando trabajar, también aprecian mucho su vida personal y su calidad de vida. Trabajar a cambio de un salario ajustado a sus conocimientos es lo mínimo que se puede pedir y estos jóvenes ahora lo piden”.

Y se hace una última pregunta directa muy empoderadora: “¿Qué ocurriría si empieza a haber empresas que respetan salarios, horarios, categorías profesionales y vacaciones? Yo creo que se llevarían de calle a los (mejores) trabajadores, no tendrían problemas para ocupar los puestos. Alguna ya lo hace, pero muy pocas en comparación a la masa y tejido empresarial que hay”.

En ese pequeño saco de la buena praxis está Lara Martín que, junto a su marido Álvaro Garrido, pasó todas las fases del ciclo de un cocinero antes de ser empresaria para ganar en empatía y saber hacer. “Un día me eché a llorar desconsolada en la escuela de cocina Luis Irizar. Le dije a la directora entre sollozos que no podría seguir con ese ritmo porque quería tener hijos. Siempre recordaré sus palabras: el campo de la gastronomía es amplísimo y si el oficio te gusta tarde o temprano encontrarás tu lugar”, recuerda. Y vaya si lo ha encontrado dirigiendo el restaurante Mina junto a la Rïa de Bilbao con catorce trabajadores en plantilla y una estrella Michelin en la puerta.

“Cuando empecé en esta profesión le faltaba mucha dignidad a la alta cocina”, recalca Lara Martín. “Dignidad y trato humano para con los trabajadores que la hacían posible. Cuando Álvaro y yo abrimos el restaurante éramos dos chavalillos. Atendíamos al cliente a la hora que fuera y cómo fuera para no perderlo. Hace un buen tiempo, hubo un punto de no retorno en el que dijimos basta. Decidimos que no valía todo, porque las personas que trabajan conmigo en la cocina tienen que llegar al final de la semana dando el mismo servicio que el primer día”.

Es decir, Álvaro y Lara empezaron a marcar el horario y no el cliente que se despistaba tomando unos vinos y llegaba 30 minutos tarde para el desespero de la dinámica del servicio. Así fue como se rechazaron reservas sin que les temblara el pulso. “El cliente ya nos conoce y sabe que hay que venir temprano a comer a Mina”. 25 comensales que llegan a las dos del mediodía para el almuerzo o a las nueve para la cena. Horarios que favorecen al trabajador y no al comensal, con un menú degustación cerrado para tener la cocina mucho más controlada.

“Tuvimos muy claras una serie de líneas rojas respetando los turnos, las dietas y los días libres. Ahora mismo, los catorce trabajadores del restaurante Mina tienen contrato laboral y disfrutan de dos días y medio seguidos libres. Algunos se sorprenden cuando entran con nosotros después de experiencias desafortunadas. No somos ni seremos un restaurante de 5 personas con contrato y 30 de prácticas como pasa en muchos sitios de alta cocina. Recuerdo perfectamente a alguno que me decía cuando empezó, “por fin me siento una persona casi normal”.

Eso no implica que la alta cocina ahora sea un camino de rosas. Hay tensiones, nervios y, sobre todo, renuncias. “Si hablamos de alta gastronomía estamos hablando de lo que en deporte sería competición de alto rendimiento, en la que tienes que saber convivir con la presión. Si no aceptas que habrá momentos de tensión, este no es tu lugar. Somos personas que se entregan a su profesión porqué detrás hay una pasión muy fuerte. Y como cualquier pasión es algo que te absorbe el tiempo y te lo quita de otros aspectos de la vida. Cada una de nosotras renunciamos a algo por estar aquí. Las mujeres que, como en mi caso, decidimos voluntariamente ser responsables de la crianza de los hijos hacemos una renuncia profesional muy grande”.

La paternidad no fue el único motivo de cambiar la política del restaurante, pero está claro que ayudó a ver el oficio desde una perspectiva más amplia. “En la mayoría de los casos de parejas dedicadas a la restauración, la madre tiene muchas papeletas para ser quien tiene más presencia en la vida del niño durante los primeros meses o años. Por ejemplo, si quieres dar el pecho tienes que renunciar a muchas horas de servicio en la cocina para vivir ese momento irrepetible en la vida. En cambio, hay otras cocineras madres que prefieren otro modelo. Como me dijo una cocinera una vez, ‘yo hice simplemente de receptáculo y le entregué los niños a mi marido para seguir en el restaurante. Su opción fue pasar más horas atendiendo a los clientes y estar más ausente de la vida familiar y, evidentemente, cualquiera de estos dos modelos de vida son igual de legítimos'».

Dos de las grandes dudas que siembra su modelo entre los desconfiados del sector son la viabilidad económica y el peso de los premios para seguir con su filosofía de trabajo. “La estrella nos la dieron por lo bien que hacemos las cosas, no por lo bien que lo podíamos hacer en el futuro. Por eso no tenemos que cambiar nada por recibir más o menos premios ¡Y por supuesto que somos rentables! Para nosotros lo primordial era lograr un negocio viable mucho antes que un restaurante prestigioso”, puntualiza. “La supuesta revolución humana en la alta cocina era más difícil todavía comparado con la restauración en general. Es un sector donde la gente sale mayoritariamente a cenar. ¿A qué llamamos conciliar? Hay personas que deciden tener familia y otras deciden no tener, pero pueden tener perfectamente personas dependientes a su cargo. Por norma general, los jóvenes no quieren trabajar fines de semana, noches y festivos y es cierto que después del confinamiento y las diferentes olas está siendo más complicado encontrar a buen personal cualificado. En la alta cocina tenemos la suerte que nos llega quien realmente tiene ese punto vocacional”.

De aquí que muchos restaurantes pongan tarde y mal la bandera de conceptos que antes ni se contemplaban sobre la mesa, como la conciliación familiar, la sostenibilidad o el valor humano dentro de una cocina para que todo fluya. Conceptos que parecen de sentido común, pero que por diferentes motivos no se daban o, si se daban, se daban en pequeñas dosis y con condiciones.

“Álvaro en la sala y yo en la cocina nos volcamos en una tarea que nos ocupa todos los días: buscar la alegría del equipo”, dice Lara Martín contestando a las preguntas al teléfono. Son casi las ocho de la tarde y, mientras en muchos restaurantes ya estaría encerrada en la cocina con todos los preparativos de la mise en place, ella está recogiendo a sus hijos. “Ahora mismo estoy conciliando. De mis dos trabajos, acabo infinitamente más cansada cuidando a mis niños que a mis clientes”, garantiza entre risas.

Artículo de Marcos Casanovas para La Vanguardia